"Esta es mi vida. No sé si lo cobarde sería irse o quedarse."
(Pág. 58)
Autora:
Laura Ferrero (Barcelona, 1984) es periodista y editora.
Compagina su trabajo para diversas editoriales e instituciones
culturales con la pasión por la escritura. Es autora del blog «Los
nombres de las cosas» (www.lauraferrero.com) y sus artículos y reseñas
han aparecido en publicaciones como La Vanguardia, FronteraD o Revisiones. Piscinas vacías
es su primer libro de relatos. Publicado por primera vez en los
formatos digital y papel en la plataforma de autoedición
megustaescribirlibros.com, trepó de inmediato al top 100 de Amazon, con
5 estrellas en las calificaciones de todos los lectores (el máximo
posible).
Sinopsis:
Los
protagonistas de estos relatos no son héroes ni viven situaciones de
vida o muerte. Se parecen demasiado a nosotros mismos. Podrían ser
nuestros vecinos, nuestros padres, nuestras parejas, nuestros amantes.
Una
mujer que no puede dormir y se va al salón a escuchar el zumbido de la
televisión. Un padre que sopla las velas ante su hijo, que también es
padre. Una chica que le escribe una historia de amor a una niña que no
conocerá. Un abuelo que le habla a una fotografía. Un hombre y una mujer
que se dicen adiós en una esquina. No se conocen entre ellos pero a
todos les ocurren cosas parecidas: la vida, con sus insignificancias
pero también con sus grandes preguntas: cómo se enamora uno, por qué el
amor que no se gasta se endurece, qué es lo que nos da miedo. Deben
elegir entre la vida que tienen y la que imaginan.
En esa
encrucijada nacen estas historias. Suenan ecos de Lorrie Moore y
Raymond Carver en esta primera obra de Laura Ferrero, cuya publicación
inicial en digital fue un inusual acontecimiento. Una poderosa voz
irrumpe con fuerza en la literatura en español.
(Fuente: Ed Alfaguara)
Comentario personal:
Los encuentro tristes, como si me contaran la vida de las personas
que habitan en los cuadros de Edward Hopper. Laura Ferrero te hace
pensar, en ti, en los demás, en unos sentimientos muy duros que a
veces no queremos analizar, ya sea en nosotros o en los demás. La
lectura de este libro no te deja frio, pero puede helarte.
Título: Otra vida por vivir Autor: Theodor Kallifatides Año: 2018 Edición: Galaxia Gutenberg Pág.: 135
"Esa tarde tomé la decisión. Con la misma naturalidad con la que había dicho mi nombre, debía cambiar de vida. Debía encontrar aquello que había perdido." (Pág. 36)
Autor:Ha publicado más de cuarenta libros de ficción, ensayo y poesía
traducidos a varios idiomas. Nació en Grecia en 1938, e inmigró a Suecia
el 1964, donde empezó su carrera literaria. Ha traducido del sueco al
griego a grandes autores como Ingmar Bergman y August Strindberg, así
como del griego al sueco a Giannis Ritsos o Mikis Theodorakis. Ha
recibido muchos premios por su trabajo tanto en Grecia como en Suecia,
país en el que reside actualmente.
Sinopsis: «Nadie debería escribir después de los setenta y cinco años», había
dicho un amigo. A los setenta y siete, bloqueado como escritor, Theodor
Kallifatides toma la difícil decisión de vender el estudio de Estocolmo,
donde trabajó diligentemente durante décadas, y retirarse. Incapaz de
escribir y, sin embargo, incapaz de no escribir, viaja a su Grecia natal
con la esperanza de redescubrir la fluidez perdida del lenguaje. En este bellísimo texto, Kallifatides explora la relación entre una
vida con sentido y un trabajo con sentido, y cómo reconciliarse con el
envejecimiento. Pero también se ocupa de las tendencias preocupantes en
la Europa contemporánea, desde la intolerancia religiosa y los
prejuicios contra los inmigrantes hasta la crisis de la vivienda y su
tristeza por el maltratado estado de su amada Grecia. Kallifatides ofrece una meditación profunda, sensible y cautivadora
sobre la escritura y el lugar de cada uno de nosotros en un mundo
cambiante. (Fuente: Ed Galaxia Gutenberg)
Comentario personal: Libro pequeño de formato pero grande en contenido. Habla de la vida,
de nuevos principios, de reencontrarse con uno mismo, de la sociedad en que
vivimos. Theodor Kallifatides; apunten este nombre. Libro altamente
recomendable. (* * * *)
"Déjate hacer y camina mar adentro. Te fui dejando puertas abiertas y algunas luces encendidas. Buen viaje..." (Pág. 16)
Autora:Vanesa Martín (Málaga, 1980) estudió
Magisterio y Pedagogía en la Universidad de Málaga, aunque ya desde muy
joven había iniciado una intensa actividad relacionada con la música.
Tras terminar sus estudios,decidió dedicarse a la canción, logrando publicar su primer disco en 2006 con el título de Agua. Ha logrando un gran éxito tanto en España como en América Latina.
Además ha colaborado y compuesto para otros artistas como Malú, Pastora Soler o Sergio Dalma, entre otros.
Sinopsis: En Mujer océano, Vanesa Martín se enfrenta, sin la complicidad
de la música, a la poesía. Amor y desamor son los blancos donde van a
dar las palabras afiladas, a veces estudiadas y a veces
rabiosamente libres, de Vanesa. Una selección de poemas cercanos,
urbanos y actuales en los que late la delicadeza y sensibilidad
femenina, pero también el caos y la potencia del océano. (Fuente: Ed Planeta)
Comentario personal: No soy seguidor de Vanesa Martín, pero esta navidad hubo mucho
tiempo muerto y en Televisión Española programaron un especial de
ella titulado “Vuela conmigo” (tenéis enlace del video del
programa abajo). Y una cosa llevó a la otra y me dio por leer este
“Mujer océano”, publicado hace ya unos años y que
conseguí en una edición posterior de Booket muy económica. Siempre
he pensado que la distancia entre escribir la letra de una canción y
escribir un poema es muy corta, si es que existe. No se puede negar
la poesía de las canciones de Joaquín Sabina, de Bob Dylan
(polémicas del Nobel aparte) o de la propia Vanesa Martín. No es un
libro de poesía espectacular (siempre bajo el criterio de mi gusto
personal, como siempre en estos comentarios) pero lo he disfrutado y
me ha abierto algunos caminos. Es por eso que lo traigo a este
dietario. (* * *)
Título: Bodas de sangre Autor: Federico García Lorca Año: 1932
Edición: Austral Pág.:71
"¿Por qué me miras así? Tienes una espina en cada ojo." (Frag.)
"No quiero contigo cama ni cena y no hay un minuto del día que estar contigo no quiera." (Frag.)
Autor: Federico García Lorca (Fuentevaqueros, 5 de junio de 1898 - Víznar, 19 de agosto de 1936). En 1915 comienza a estudiar Filosofía y Letras, así como Derecho, en la
Universidad de Granada. En 1919 se traslada a Madrid y
se instala en la Residencia de Estudiantes, coincidiendo con numerosos
literatos e intelectuales.
Junto a un grupo de intelectuales granadinos funda en 1928 la revista Gallo,
de la que sólo salen 2 ejemplares. En 1929 viaja a Nueva York y a Cuba.
Dos años después funda el grupo teatral universitario La Barraca, para
acercar el teatro al pueblo, y en 1936 vuelve a Granada donde es
detenido y fusilado por sus ideas liberales.
Escribe tanto poesía como teatro, si bien en los últimos años se
volcó más en este último, participando no sólo en su creación sino
también en la escenificación y el montaje. Lorca emplea rasgos líricos, míticos y
simbólicos, y recurre tanto a la canción popular como a la desmesura
calderoniana o al teatro de títeres. En su teatro lo visual es tan
importante como lo lingüístico, y predomina siempre el dramatismo. (CERVANTES.ES)
Sinopsis: Es una producción poética y teatral que se centra en el análisis de
un sentimiento trágico. Desde lo antiguo y lo moderno, en la manera de
ver la tragedia. Todo ello enmarcado en un paisaje andaluz trágico y
universal.
El tema principal tratado en este gran drama es la vida y la muerte. Pero de un modo arcano y ancestral, en la que figuran mitos, leyendas y paisajes que introducen al lector en un mundo de sombrías pasiones
que derivan en los celos, la persecución y en el trágico final: la
muerte. El amor se destaca como la única fuerza que puede vencerla.
La obra recoge unas costumbres de la tierra del autor, que aún
perduran. Todo ello a partir de objetos simbólicos que anuncian la
tragedia. Es constante en la obra de Lorca la obsesión por el puñal, el
cuchillo y la navaja, que en Bodas de sangre atraen la fascinación y, a la vez, presagian la muerte.
Los acontecimientos trágicos y reales en los que podría basarse la obra de Lorca se produjeron el 22 de julio de 1928 en el Cortijo del fraile, Níjar, Almería. Lorca los conoció por la prensa, si bien la escritora y activista almeriense Carmen de Burgos, originaria de Níjar, ya había escrito una novela corta sobre el suceso anterior a Bodas de sangre, llamada Puñal de claveles, que fue también inspiración para el autor granadino. (WIKIPEDIA.ORG)
Comentario personal: Lorca es pasión, es drama, es tragedia, es imagen poética. Leo Bodas de sangre a colación del estreno de La novia de Paula Ortiz, película que adapta libremente el texto de Lorca y de la que hablaré en breve en este blog.
Volviendo al texto del poeta granadino, está repleto de imagenes muy potentes, de unos personajes viscerales que encierran historias trágicas. Pero también es pasión, pasión carnal, loca pasión que no tiene cómo ni por qué; simplemente es. Hay algún elemento fantástico, que aleja un poco la obra de la verosimilitud, pero que no menoscaba para nada la grandeza del texto. Recomendable sin lugar a duda. (* * * *)
Le
oí este cuento a Auggie Wren. Dado que Auggie no queda demasiado bien
en él, por lo menos no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió
que no utilizara su verdadero nombre. Aparte de eso, toda la historia
de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es
exactamente como él me la contó.
Auggie y yo nos conocemos desde
hace casi once años. Él trabaja detrás del mostrador de un estanco en la
calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único estanco que
tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí
bastante a menudo. Durante mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren. Era
el extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me
vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre
tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los
políticos de Washington, y nada más.
Pero luego, un día, hace
varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando
casualmente tropezó con la reseña de un libro mío. Supo que era yo
porque la reseña iba acompañada de una fotografía, y a partir de
entonces las cosas cambiaron entre nosotros. Yo ya no era simplemente un
cliente más para Auggie, me había convertido en una persona
distinguida. A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y
los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista.
Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a
un aliado, un confidente, un camarada. A decir verdad, a mí me
resultaba bastante embarazoso. Luego, casi inevitablemente, llegó el
momento en que me preguntó si estaría yo dispuesto a ver sus
fotografías. Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera
manera de rechazarle.
Dios sabe qué esperaba yo. Como mínimo, no
era lo que Auggie me enseñó al día siguiente. En una pequeña trastienda
sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos
negros e idénticos. Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no
tardaba más de cinco minutos al día en hacerla. Todas las mañanas
durante los últimos doce años se había detenido en la esquina de la
Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había
hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista. El
proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías. Cada álbum
representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas
en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las
fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una.
Mientras
hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía
qué pensar. Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más
extraña y desconcertante que había visto nunca. Todas las fotografías
eran iguales. Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición que
te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra
vez, un implacable delirio de imágenes redundantes. No se me ocurría qué
podía decirle a Auggie; así que continué pasando las páginas,
asintiendo con la cabeza con fingida apreciación. Auggie parecía sereno,
mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo
llevaba ya varios minutos observando las fotografías, de repente me
interrumpió y me dijo:
—Vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si no vas más despacio.
Tenía
razón, por supuesto. Si no te tomas tiempo para mirar, nunca
conseguirás ver nada. Cogí otro álbum y me obligué a ir más
pausadamente. Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios
en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo
de la luz a medida que avanzaban las estaciones. Finalmente pude
detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de
los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la
relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los
sábados y los domingos). Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las
caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su
trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas,
viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.
Una
vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la
diferencia en su porte de una mañana a la siguiente, tratando de
descubrir sus estados de ánimo por estos indicios superficiales, como si
pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los
invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos. Cogí otro álbum. Ya
no estaba aburrido ni desconcertado como al principio. Me di cuenta de
que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo
humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y
deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había
elegido para sí. Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie
continuaba sonriendo con gusto. Luego, casi como si hubiera estado
leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare.
—Mañana y mañana y mañana —murmuró entre dientes—, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos.
Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo.
Eso
fue hace más de dos mil fotografías. Desde ese día Auggie y yo hemos
comentado su obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré
de cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer fotos. Ése era el
tema de la historia que me contó, y todavía estoy esforzándome por
entenderla.
A principios de esa misma semana me había llamado un
hombre del New York Times y me había preguntado si querría escribir un
cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad. Mi primer
impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y
al final de la conversación le dije que lo intentaría. En cuanto colgué
el teléfono, sin embargo, caí en un profundo pánico. ¿Qué sabía yo sobre
la Navidad?, me pregunté. ¿Qué sabía yo de escribir cuentos por
encargo?
Pasé los siguientes días desesperado; guerreando con los
fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros del espíritu de la
Natividad. Las propias palabras “cuento de Navidad” tenían desagradables
connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de
hipócrita sensiblería y melaza. Ni siquiera los mejores cuentos de
Navidad eran otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para
adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo así. Sin
embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que
no fuera sentimental? Era una contradicción en los términos, una
imposibilidad, una paradoja. Sería como tratar de imaginar un caballo de
carreras sin patas o un gorrión sin alas.
No conseguía nada. El
jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría
la cabeza. Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer
mis existencias, y allí estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como
siempre. Me preguntó cómo estaba. Sin proponérmelo realmente, me
encontré descargando mis preocupaciones sobre él.
—¿Un cuento de
Navidad? —dijo él cuando yo hube terminado. ¿Sólo es eso? Si me invitas a
comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído
nunca. Y te garantizo que hasta la última palabra es verdad.
Fuimos
a Jack’s, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sándwiches
de pastrami y fotografías de antiguos equipos de los Dodgers colgadas de
las paredes. Encontramos una mesa al fondo, pedimos nuestro almuerzo y
luego Auggie se lanzó a contarme su historia.
—Fue en el verano
del setenta y dos —dijo. Una mañana entró un chico y empezó a robar
cosas de la tienda. Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no
he visto en mi vida un ratero de tiendas más patético. Estaba de pie al
lado del expositor de periódicos de la pared del fondo, metiéndose
libros en los bolsillos del impermeable. Había mucha gente junto al
mostrador en aquel momento, así que al principio no le vi. Pero cuando
me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar. Echó a correr
como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él
ya iba como una exhalación por la avenida Atlantic. Le perseguí más o
menos media manzana, y luego renuncié. Se le había caído algo, y como yo
no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.
Resultó
que era su cartera. No había nada de dinero, pero sí su carné de
conducir junto con tres o cuatro fotografías. Supongo que podría haber
llamado a la poli para que le arrestara. Tenía su nombre y dirección en
el carné, pero me dio pena. No era más que un pobre desgraciado, y
cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de
enfadarme con él. Robert Goodwin. Así se llamaba. Recuerdo que en una de
las fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o abuela. En
otra estaba sentado a los nueve o diez años vestido con un uniforme de
béisbol y con una gran sonrisa en la cara. No tuve valor. Me figuré que
probablemente era drogadicto. Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha
suerte, y, además, ¿qué importaban un par de libros de bolsillo?
Así
que me quedé con la cartera. De vez en cuando sentía el impulso de
devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada al
respecto. Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin nada que hacer.
Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año
él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes. Así que
estoy sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo,
y entonces veo la cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la
cocina. Pienso qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así
que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente.
La
dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas. Aquel día
helaba, y recuerdo que me perdí varias veces tratando de encontrar el
edificio. Allí todo parece igual, y recorres una y otra vez la misma
calle pensando que estás en otro sitio. Finalmente encuentro el
apartamento que busco y llamo al timbre. No pasa nada. Deduzco que no
hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme. Espero un poco más
y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia
la puerta arrastrando los pies. Una voz de vieja pregunta quién es, y
yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.
—¿Eres tú, Robert? —dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.
Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.
—Sabía que vendrías, Robert —dice—. Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad.
Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme.
Yo
no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes? Tenía que decir algo
deprisa y corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que
estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi boca.
—Está bien, abuela Ethel —dije—. He vuelto para verte el día de Navidad.
No
me preguntes por qué lo hice. No tengo ni idea. Puede que no quisiera
decepcionarla o algo así, no lo sé. Simplemente salió así y de pronto,
aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la abrazaba a
ella.
No llegué a decirle que era su nieto. No exactamente, por
lo menos, pero eso era lo que parecía. Sin embargo, no estaba intentando
engañarla. Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin
tener que discutir las reglas. Quiero decir que aquella mujer sabía que
yo no era su nieto Robert. Estaba vieja y chocha, pero no tanto como
para no notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto. Pero la
hacía feliz fingir, y puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me
alegré de seguirle la corriente.
Así que entramos en el
apartamento y pasamos el día juntos. Aquello era un verdadero basurero,
podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se
ocupa ella misma de la casa? Cada vez que me preguntaba cómo estaba yo
le mentía. Le dije que había encontrado un buen trabajo en un estanco,
le dije que estaba a punto de casarme, le conté cien cuentos chinos, y
ella hizo como que se los creía todos.
—Eso es estupendo, Robert —decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo. Siempre supe que las cosas te saldrían bien.
Al
cabo de un rato, empecé a tener hambre. No parecía haber mucha comida
en la casa, así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de
cosas. Un pollo precocinado, sopa de verduras, un recipiente de ensalada
de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas. Ethel tenía un
par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los
dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente.
Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando
terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar, donde las
butacas eran más cómodas. Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y
fui al cuarto de baño que había en el pasillo. Fue entonces cuando las
cosas dieron otro giro. Ya era bastante disparatado que hiciera el
numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una
verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello.
Entro en el
cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un
montón de cámaras, seis o siete, de treinta y cinco milímetros,
completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía de primera calidad.
Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde almacenar
botín reciente. Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente
nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de
baño, decido que quiero una para mí. Así de sencillo. Y, sin pararme a
pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de
estar.
No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo
la abuela Ethel se había quedado dormida en su butaca. Demasiado
Chianti, supongo. Entré en la cocina para fregar los platos y ella
siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé. No parecía
lógico molestarla, así que decidí marcharme. Ni siquiera podía
escribirle una nota de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así
que simplemente me fui. Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la
cámara otra vez y salí del apartamento. Y ése es el final de la
historia.
—¿Volviste alguna vez? —le pregunté.
—Una sola
—contestó. Unos tres o cuatro meses después. Me sentía tan mal por haber
robado la cámara que ni siquiera la había usado aún. Finalmente tomé la
decisión de devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba allí. No sé
qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra persona y no
sabía decirme dónde estaba ella.
—Probablemente había muerto.
—Sí, probablemente.
—Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo.
—Supongo que sí. Nunca se me había ocurrido pensarlo.
—Fue una buena obra, Auggie. Hiciste algo muy bonito por ella.
—Le mentí y luego le robé. No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.
—La
hiciste feliz. Y además la cámara era robada. No es como si la persona a
quien se la quitaste fuese su verdadero propietario.
—Todo por el arte, ¿eh, Paul?
—Yo no diría eso. Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara.
—Y ahora tienes un cuento de Navidad, ¿no?
—Sí —dije—. Supongo que sí.
Hice
una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa
malévola se extendía por su cara. Yo no podía estar seguro, pero la
expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena del
resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió
que se había inventado toda la historia. Estuve a punto de preguntarle
si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría.
Me había embaucado, y eso era lo único que importaba. Mientras haya una
persona que se la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser
verdad.
—Eres un as, Auggie —dije—. Gracias por ayudarme.
—Siempre
que quieras —contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los
ojos. Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los
amigos, ¿qué clase de amigo eres?
—Supongo que estoy en deuda contigo.
—No, no. Simplemente escríbela como yo te la he contado y no me deberás nada.
—Excepto el almuerzo.
—Eso es. Excepto el almuerzo.
Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta.
Paul Auster escribió este cuento por encargo del New York Times y se publicó el día de Navidad de 1990. El director de cine Wayne Wang lo leyó en su casa, en San Francisco, y convenció a Paul Auster para que escribiera el guión de una película, que sería “Smoke”(1995). La película acaba precisamente con Paul y Auggie sentados enuna cafetería, con Auggie explicando el cuento. Una vez acabada la escena, y durante los títulos de crédito (a partir del minuto 4.34 del video que incluyo), se desarrolla una escena en blanco y negro, con la canción "You're Innocent When You Dream", interpretada por Tom Waits, como banda sonora; no os la perdáis.
Las dos nuevas incorporaciones de este mes de noviembre han sido: "Kassel no invita a la lógica" de Enrique Vila-Matas (Booket) y una nueva edición de "Nada" de Carmen Laforet en Austral.
La acumulación de libros sin leer en las estanterías de mi casa hacen que haya tomado la decisión de contener la incorporación de nuevos títulos a mi biblioteca. Así pues, esta sección del blog verá pocas novedades en los próximos meses, pero me resulta imposible entrar en una librería y no sucumbir a la tentación. Este mes de octubre fueron dos: "La fiesta de la insignificancia" de Milan Kundera y "Ventajas de viajar en tren" de Antonio Orejudo, los dos publicados ahora en la colección Maxi de la editorial Tusquets.
Contexto:La fundación World Press Photo se dedica a desarrollar y promover el trabajo de los fotoperiodistas, con una serie de actividades e iniciativas alrededor del mundo desde 1955. El concurso anual que organiza la World Press Photo hacrecido hasta convertirse enuno delos premios másprestigiosos enel fotoperiodismo,yla exposiciónitinerante de los trabajos galardonadosesvista por más de3´5millones de personasen todo el mundocadaaño. En la exposición de este año se pueden ver las 134 instantáneas y 7 piezas multimedia premiadas en la última edición del concurso. (Fuente: World Press Photo Fundation)
Comentario personal: la cita anual con la World Press Photo es para mí ineludible desde hace ya unos cuantos años. En estos premiados trabajos de fotoperiodismo se repasa lo sucedido en el mundo durante este año como el conflicto de Ucrania, el éxodo de personas hacia Europa o la epidemia de Ébola en Sierra Leona entre otros temas de denuncia o drama social. Tambien hay un lado más amable como las categorias de naturaleza o deportes.
La ganadora del premio a la "Fotografía del año" ha sido la titulada "Jon and Alex" del danés Mads Nissen que denuncia la situación de homofobia que sufren los gays en Rusia. Como ya sucedió con algunos trabajos premiados en años anteriores, los más puristas del fotoperiodismo acusan a Nissen de que la fotografía no es espontanea sino que ha sido preparada, escenificada para el fotógrafo. No se puede discutir la calidad de la fotografía, ni su transfondo de denuncia, pero de igual manera no se puede negar el "posado". Si la espontaneidad debe ser una característica del fotoperiodismo o la característica principal debe ser la realidad que retrata es una discusión que nos llevaría mucho tiempo y esfuerzo. Incluso a grandes maestros como Robert Capa le acusaron de "escenificar" algunas de sus fotos más reconocidas. Mejor disfrutemos de estas magníficas fotografías (hasta hoy en Barcelona y a partir del 13 de febrero de 2016 en Valencia) y aprendamos un poco más de este mundo en el que vivimos.
Título de la exposición: El triunfo del color. De van Gogh a Matisse. Colecciones de los museos d'Orsay y de l'Orangerie Arte: Pintura Lugar: Fundación Mapfre. Casa Garriga i Nogués (Barcelona) Fechas: del 10/oct/15 al 10/ene/16
Contexto: Esta exposición, organizada expresamente para la inauguración de la sala de exposiciones en Barcelona de la Fundación Mapfre, plantea cómo el color se convierte en uno de los caminos para llegar del impresionismo a la pintura de vanguardia, a través de 72 obras de primera línea que llegan de los museos d’Orsay y de l´Orangerie de París. Entre sus autores están Van Gogh, Matisse, Seurat, Gauguin, Cézanne, Monet, Derain y Renoir. Se trata de obras maestras que en contadas ocasiones han sido expuestas fuera de los museos d’Orsay y de l´Orangerie y que han sido cedidas de forma especial para esta ocasión. (Fuente: Fundación Mapfre)
Comentario personal: impresionante aterrizaje de la Fundación Mapfre en Barcelona. Poder ver estas obras de van Gogh, Matisse o Seurat fuera de los museos de París es algo bastante excepcional. Barcelona ha ganado un espacio privilegiado recuperando la Casa Garriga i Nogués como espacio de exposiciones en la ciudad (anteriormente había sido la sede del Museo Fundación Francisco Godia). Ver esta exposición, además en este precioso edificio obra de Enric Sagnier, es todo un placer para los sentidos.